miércoles, 1 de diciembre de 2010

En los últimos días se hacía sentir la precoz vuelta del sol veraniego. Aun no era veintiuno de diciembre pero el calor era notable y, aun así, el sol no había dado lo mejor de si todavía. Ellos estaban sentados en un bar donde una brisa les acariciaba el rostro y les refrescaba la conversación. Se conocían. El sabía que ella había llegado media hora antes al lugar para mirar las vidrieras de los locales de ropa de los alrededores. Siempre lo hacía y le sobraba tiempo para lucir algún accesorio nuevo por primera vez. Ella, sabía que él había estado despierto hasta demasiado tarde la noche anterior. Sus ojeras eran regulares, comunes; pero lo que lo delataba era su remera arrugada, sobre la cual la siesta había echado todo su peso. Se miraban como se miran los viejos amigos, aunque hacía rato que la amistad había dado lugar a otras cosas ahí. Cada tanto alguno decía algo, el otro contestaba y previo un corto dialogo, terminaban en risas. Risa inocente, sincera, adorable. Después de un rato, se fueron del bar, se fueron a caminar entre las sombras que los arboles del barrio hacían en las baldosas. Ella siempre caminó mas rápido que él. Él, eterno distraído, se quedaba mirando cuanta cosa le resultara bella, y era arrancado de su absorto trance por el tirón que ella le daba a su brazo para que retomasen la caminata. En el ultimo tirón, él se acercó a ella, violando solo un poco el espacio prudencial que solía haber entre los dos. Era remarcable su nerviosismo, el de ambos para ser sinceros. También eran obvias sus ganas. Él se acercó incluso mas, y al llegar a su oído pregunto:

¿podés regalarme una promesa de verano?

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