Las narrativas en las que nos adentramos, los cuentos que nos contamos cada noche antes de ir a dormir, las historias fantásticas que se pasan de boca en boca, las fabulas con sus moralejas, los geniales poemas de amor y esa clásica obra de teatro donde ambos murieron, todos tienen una función pacificadora. Dan paz al alma, dan rienda suelta a la imaginación y responden a un deseo. Esas infinitas elucubraciones que creamos para dar respuesta a las esperanzas que basadas en nada se abren paso por nuestra mente y obligan a revelar los anhelos mas íntimos, mas privados, mas desviados; esas historias que se cuentan en nuestra mente mejor que en cualquier libro son verdades destinadas a gritar en el silencio. Ellas gritan las respuestas de las que nosotros, los neuróticos, nada queremos saber; ellas son el vivo reflejo de nuestra minoría de edad. Mientras sentados en una mesa nos despedazamos los unos a los otros "en chiste" y todos se ríen de todos, sancionamos positivamente la falta de respeto, o peor aun, la imposibilidad de aceptar.
Y sin embargo, las necesitamos. Necesitamos nuestras narrativas, necesitamos tener una historia que contar, una historia de la histeria, poemas para nuestras obsesiones, metáforas para nuestras fobias, rimas para nuestros encuentros de solo sexo, canciones de nuestros amores olvidados para recuperarlos en recuerdo, notas dispares para las borrosas memorias infantiles, colores vivos para nuestras tristezas mas disimuladas y tortuosas, chistes para nuestros peores defectos, fotos que inmortalicen las mejores de nuestras virtudes. Necesitamos de nuestras narrativas, de nuestras historias; esas que representamos en el día a día bajo la mascara amplificadora de la persona (amplificadora de un yo hipócrita). Las necesitamos y nos destruyen, mientras como de costumbre, bailamos contradictoriamente dirigiéndonos al fin.
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