Un chico de veinte años debe ser de estatura mediana (como mínimo), color de pelo irrelevante, ojos claros (no excluyente) y de contextura musculosa gracias de horas y horas en un gimnasio. Debe ser buen mozo y simpático, carismático y divertido, centrado y respetuoso, humilde pero grandioso, sutil pero certero. Un chico de veinte tiene que tener las cosas en claro, ambiciones realizables y no sueños idealistas, debe dedicarse a trabajar para independizarse cuanto antes de su ascendencia y, al mismo tiempo, estudiar una carrera que prometa un puesto de trabajo estable, durable y, principalmente, bien pago. Debe esforzarse para todo, pues todo cuesta. Debe complacer las expectativas de todos (y no simplemente tratar de hacerlo). Un chico de veinte debe conseguirse una linda chica con quien compartir el resto de su vida o bien complacer sus urgencias corporales con cuanta hembra bonita se le cruce. Un chico de veinte debe ser familiero y amiguero al mismo tiempo, debe dar la vida por todo y todos, debe no sudar sino sangrar, debe esconder las lágrimas pues ¿quien no envidiaría una vida como la suya? Un chico de veinte debe tener siempre ganas y tiempo para salir los fines de semanas e ingerir la cantidad socialmente aceptada de drogas recreativas y volver a su casa en horas cercanas (si son pasadas mejor) del amanecer; sin que esto impida que se levante no mas tarde de las doce del mediodía para tomar mates con sus padres y almorzar. Un chico de veinte no debe tener complejos, ni con su cuerpo ni con su ego, ni con el amor ni con el sexo. No debe sufrir, ni tampoco ser feliz de verdad, salvando que su felicidad sea la versión oficial, la convencional de dicho concepto.
Este fin de semana que pasó me dí cuenta que no soy un chico de veinte.
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