domingo, 14 de abril de 2013

Destituyéndonos

Un buen día no le bastó con todo lo que ya me había dicho, con lo que ya me ha hecho toda mi vida y decidió decirme que lo había matado. Acto seguido se levantó con lagrimas en los ojos y se fue a su habitación, que permaneció oscura y en silencio, tal como las cosas que habitan en su corazón. Y yo decidí tomármelo a risa, tomármelo poco seriamente. Porque de serio tuvo poco. Fue infantil, impulsivo, intempestivo, egoísta,  violento, cortante, lapidario, prejuicioso, moralista, mojigato. Poco serio. No se muestra, pero nunca se mostró. Es coherente con sus históricas conductas. ¿Eso lo hace inimputable? ¿eso lo exenta de responsabilizarse? Cuando vuelva (porque siempre vuelve), ¿debo hacer como hace él y fingir que nada pasó? Y si no, ¿vale la pena discutir con él? ¿tengo ganas? ¿cuanta vida más voy a gastar en discutir con él? ¿en complacerlo? ¿en decepcionarlo? ¿en quererlo? ¿en odiarlo?

¿Cuanto tiempo podemos vivir al ritmo de otro, destituyendo el propio?

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