Aparece la hora. Esa. La última. Preferiría el tono. Preferiría escuchar algo a ver esta suerte de nada que se disfraza de número. Número que desde lo más paupérrimo, desde lo más patético, se burla. Y si... tiene razón. Llueve. Y yo, que lo hago reír al número, miro como el ventilador junta polvo. Miro como se descascara la pintura del techo. Escucho el ascensor. Espero. Perplejo, espero. Ilusionado, espero. Enojado, espero. Idiota. Cuando todo es igual, todo es uno. Ese uno que no hace ni "un, dos, tres", ni "cuatro, cinco y seis". Ese uno que no baila, pero goza. Ese uno que siempre uno, siempre solo, siempre hace lo mismo, una vez, y una vez (más)... Y entonces oigo la puerta. Espero. Y no era nada. Y lloro, un poco, dándole la espalda. Decido levantarme, re-armarme... amar(me). Hago que ordeno. Hago que hago, pero no hago. No hago. No estoy. No pienso... no pienso más, ni pienso mejor. Si pensara, más o mejor, no me sentaría cada tanto en la silla de madera, La silla, MI silla; a esperar que aparezca cantando. Y me acuerdo un poco y siempre cantaron. "¿Sabias? Siempre cantaron. Pero por primera vez alguien toca la guitarra." Le charlo al reloj ya. Y él ya no se ríe. Se ve que le caí bien. Se ve que caí bien... al fondo. Yo siempre me creo fondos más hondos, de eso no tengo dudas. Si no, ¿qué otro lugar podría darte? Son mis fondos. Son las canciones que me mienten. Son voces que me hablan cuando no hablan las entidades reales que portan cuerdas vocales que desperdician vibración habiendo tantos mudos con tantas cosas más importantes, más lindas, más justas que decir. Pasos. Sh! Silencio. No. No es. Enmudezco. Pierdo la voz. Todavía me queda esa fantasía tonta de que si dejo ir la voz, en una de esas no te pierdo a vos. Todo de gusto. Me tiro en la cama de nuevo. Cada tanto vuelvo a mirar... y aparece la hora. Esa. La última.
Vuelve a empezar... una vez (más).
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